martes, 30 de octubre de 2012

Historia cínica de las gasolinas


En los mercados con competencia castrada las cosas no ocurren por casualidad. Que los precios de las gasolinas antes de impuestos en España sean de los más elevados de Europa de ninguna manera lo es. Hay razones históricas que explican tal contrariedad, aderezada con presunta prevaricación a mansalva, aunque digan democrática. Salpimentada por el abuso de la anacrónica posición de dominio que detentan algunos operadores en esta España arcana, para algunos ilusos ultraliberal, más bien interventora e intervenida, en pleno siglo XXI.

Pobre piel de toro cuarteada, sacrificada en el altar de la incompetencia y la codicia por caciques reencarnados en oligopolios, sindicatos, bancos y políticos. Que privatizan por sistema los beneficios socializando las pérdidas, como manda la tradición salvo interregnos milagrosos, desde los imperiales tiempos del duque de Lerma.

El petróleo es una de tales sanguijuelas. Que succiona con gozo y fervor los dineros ajenos en este desgarro de país repleto de demócratas de alpargata amoral y voto cautivo; empresarios de palco y botellón; de carísimas agencias de colocación de políticos amortizados que calientan el sillón a los que continúan en vigor, facilitando la transición sin dar tiempo a enfriarlo, para que continúe la tradición.

A veces es preferible un monopolio pluscuamperfecto, si está bien regulado, que un supuesto libre mercado imperfecto. Cuando gobiernos irresponsables eluden su deber o dejan de la mano de Dios contubernios artificialmente creados por ellos, fomentando una competencia a medias, pasa lo que tiene que pasar. Que permite a ciertas compañías forrarse a costa de los ciudadanos, a pesar de la alabada virtud de sus directivos sentenciada por los, a menudo, justos mercados (de valores).

O los asimismo mediocres resultados del resto gracias a su gestión, dados los privilegios que disfrutan, el poco esfuerzo necesario para generar grandiosos beneficios a pesar de su indolente torpeza. Soltada herejía, pondremos manos a la obra con mesura, tiento y calculada ambigüedad, de momento.

Una historia fascinante

La desconocida historia del petróleo en España es una, grande e indivisible. Una historia plagada de buen hacer primigenio, que de esas cosas ha habido, aunque no nos acordemos. Industria que estuvo bien planteada, a tenor de las circunstancias de la época y la inexistencia de crudo aquí. Hasta que la pretendida liberación impuesta por la Unión Europea y la oscura actuación de los gobiernos desde entonces jorobó el razonable invento. Seguimos pagando el retroceso, a destajo, en el surtidor.


El monopolio, Campsa, se creó en el año 1927, durante la dictablanda del general Primo de Rivera, para hacer torcer el hocico a las grandes petroleras de entonces, que ostentaban una inaceptable posición de dominio. Como otras infinitamente más ineficaces casi un siglo después.

Las Islas Canarias nunca formaron parte de él, con lo que su historia es menos ejemplar. Todavía más onerosa para los canarios a pesar o, más bien, a causa de su reducida carga fiscal comparada con el resto de España, que encubre una situación perjudicial para tal Comunidad.

En aquellos tiempos primigenios echaron a patadas bien merecidas a las petroleras mediante justiprecio, lo que provocó el boicot a que fue sometido nuestro país por parte de la industria, que en aquella época controlaba férreamente el mercado mundial. Temía que el ejemplo cundiese. España pudo forzar el desabastecimiento con la ayuda de petróleo soviético. Parece que los malvados bolcheviques no eran después de todo tan perversos, a pesar de que nunca daban puntada sin hilo.

El monopolio, único en el mundo, lo fue de medios logísticos y comercialización. De manera que los tanques de almacenaje, posteriormente oleoductos, el transporte y las redes de gasolineras pertenecían o eran controlados por la parece que añorada Compañía Arrendataria del Monopolios de Petróleos. Cuya heredera parcial es la actual Compañía Logística de Hidrocarburos (CLH).

Tenía su lógica, ya que los currantes de la economía y los ingenieros de entonces sabían que en un sector necesitado de grandes inversiones en activos fijos, siendo reducido el personal necesario para su operación, promover la competencia significaba duplicar redes e inversiones. España no se podía permitir pagar tales lujos, ni siquiera tenía divisas para hacerlo.

País que era entontes más pobre que las ratas, como lo es ahora de nuevo, como nunca lo dejó de ser, a pesar del espejismo reciente. Necesitaba inversiones justas, las estrictamente necesarias, sin malgastar divisas, racionalizando la implantación. Lo consiguió. Había aprendido de la sobre inversión en canales y ferrocarriles en Europa y Estados Unidos desde el comienzo de la Revolución Industrial.

Regía un principio inmutable: el que quebraba, quebraba. Ahora digerimos a pachas cajas, radiales y autopistas varias. O los puertos y aeropuertos ociosos levantados durante la última burbuja, despreciando la historia, calcinando el futuro por falta de vetusta sensatez.

Eso que suena tan prístino e idílico tenía como contrapartida la inexistencia de competencia en el surtidor, de ahí la creación de un monopolio honestamente regulado que evitase abuso en los precios. En aquella época, la ideología económica y la política no tenían nada que ver. No existían los fundamentalismos en campos pecuniarios. Se hacía lo más conveniente en función de las circunstancias, la disponibilidad de dinero o de medios, sin prejuicios carcas o progres, de derechas, izquierdas o de media pensión.

Las soluciones más lógicas no suelen estar contempladas en el manual del perfecto depredador, de obligada asimilación en facultades y escuelas de negocios, sin salirse del guión o por falta de imaginación. Europa sigue retrocediendo a causa de su rigidez conceptual e ideológica, pretendidamente científica, que le impide actuar con pragmatismo en función de las circunstancias del momento. Triturando sector tras otro en el altar del libre mercado mientras los asiáticos se ríen de él. Parece que somos los únicos pardillos que cumplen las reglas.

Con tales arreos primigenios, continuando con la filípica mercantil, durante la época de Franco se fueron construyendo refinerías con los mismos criterios de optimización operativa, cada una en un punto estratégico del país, de manera que no había dos complejos vecinos y, por lo tanto, competencia entre ellos.

Las refinerías vendían obligatoriamente al monopolio su producción, al precio marcado según criterios objetivos, que dejaba a sus accionistas un margen razonable aunque no excesivo. Las ineficacias, las tenían de sobra, se compensaban al no tener el país instalaciones ociosas necesitadas de amortización ni latentes préstamos absurdos.

Las refinerías se fueron construyendo, por compañías privadas generalmente, siendo adjudicadas habitualmente mediante concurso, buscando emplazamientos óptimos para optimizar su rendimiento operativo. Desde el punto de vista de la eficiencia del país era un buen sistema, a pesar de no existir competencia entre refinerías, ya que no había dos próximas.



Una incongruente liberación que concentró el mercado

En un mercado libre estaba condenado al fracaso, sobre todo si los gobiernos fomentaban su agrupación en muy pocas empresas, concentrando las decisiones. Facilitando posible concertación en vez de permitir diversidad de compañías y por lo tanto competencia entre ellas, aunque fuese limitada, debido a la singularidad geográfica de los emplazamientos. Concentración que facilitaría el establecimiento de contubernios en los años 90 del siglo pasado, los llamados libros gordos de Petete según el imaginario popular, que abrevaron supuestamente la burra hasta la extenuación.

Antes de la pretendida liberalización, cada refinería peninsular pertenecía a una compañía diferente, con la excepción de la antigua Enpetrol, germen de una modesta concentración previa. Las otras eran Petronor, Petroliber, Petromed, Ertoil, Cepsa o la acabada de mencionar (antes Repesa). Desgraciadamente, el gobierno socialista de entonces hizo lo contrario a lo que el deber imponía: fomentar activamente la concentración de refinerías con la anuencia de la UE.

La finalidad era promover campeones energéticos nacionales, onerosos engendros para el país y sus ciudadanos, útiles solo para financiar favores políticos o colocar amigos si no se gestionaban razonablemente pero, sobre todo, con honestidad. Las consecuencias del abuso por parte de tales cacicadas las pagamos en la actualidad en muchos sectores antes dirigidos, ahora en régimen de supuesto libre mercado. Con la fatalidad de estar plagados de organismos reguladores apenas nominales, cómplices necesarios de los caros enredos.

La liberalización comenzó, pues, trucada. Estamos peor que hace cuarenta años. Llevamos dos largas décadas pagando un alto precio por hacer las cosas a medias. Sin definir y menos todavía establecer un modelo energético racional en beneficio del ciudadano y la sociedad, que fomente empresas bien gestionadas, como había hace ochenta y cinco años, aunque duela tener que mentarlo.

Parece que no interesa diseñar un modelo energético coherente, no solo en el petróleo, más que parches y medidas cosméticas aderezadas de demagogia y enchufismo, como el célebre déficit de tarifa.

O recurrentes titulares en prensa, sea con el gobierno que sea, para escurrir el bulto, no sea que pisen callos o importunen a los verdaderos dueños de este país. Para que todo siga igual, garantizando merecida poltrona como pago por los servicios prestados, el apoyo al contubernio.

Dejamos de juntar palabras por hoy. Apenas hemos calentado motores, ni siquiera hemos mencionado la palabra gasolinera. ¿Continuamos?

Fuente: José M. de la Viña

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