viernes, 21 de septiembre de 2018

Beethoven en la UE


Me parece raro que la Convención europea haya tenido el acierto de elegir como himno de la UE el canto de la Alegría. Tanto por la letra de Schiller como por la música de Beethoven. Habría sido chocante que hubiera identificado la unidad de la conciencia europea con los aldabonazos rítmicos de la Heroica. No conocemos todavía los motivos que han determinado la preferencia por el patetismo del genio musical de Bonn, sobre la sublime espiritualidad de Bach, la perfección compositiva de Mozart o la dramática apoteosis de Wagner. Pues todos ellos alcanzaron las cumbres de la cordillera musical europea. Era previsible que la elección recayera en uno de los grandes compositores centroeuropeos que no hubiera compuesto esencialmente música alemana, como en el caso de Schumann. Ricardo Wagner quedaba descartado a causa de la explotación ideológica que hizo el nazismo de su grandilocuencia musical. Para representar la unidad del sentimiento europeo, derivada de la inspiración religiosa de sus composiciones, la música de Bach era más adecuada que la de Mozart o Beethoven. Pero no puede ser representativa de la sociedad civil o política. Sólo podemos sospechar o presumir por qué razón se ha preterido, en la perspectiva europea de la Convención, al portentoso músico de Salzburgo.

La evolución de la gran música ha sido paralela al proceso de descomposición de la idea europea, desde el cosmopolitismo al nacionalismo. Este funesto paralelismo fue percibido con toda nitidez por Nietzsche, en el aforismo 245 de «Más allá del Bien y del Mal». Su juicio musical sobre Mozart tiene aún más pertinencia para la sociedad actual que para la de finales del XIX.

Mozart representa el elegante clasicismo de una época acabada y enterrada bajo demasiados escombros de humanidad esperanzada y decepcionada, como para ser entendida y sentida, además de gozada, por la nueva sensibilidad del siglo que asoció la máquina a las masas. Su música rococó realizó la síntesis de la magia hermética, la matemática cartesiana y la geometría moral de Spinoza. Más laica que cortesana, más perfecta que conmovedora, más florida que enraizada, más incitadora a la frivolidad de la buena compañía que a la sinceridad de los sentimientos instintivos, su enredadora música mediterránea constituyó un maravilloso «divertimento» de salón. Un juego mundano que, tras la Revolución francesa, dejó de ser el juego del mundo. Por eso hoy nos evade o tranquiliza como la arquitectura griega o el arte renacentista.

No comparto, en cambio, la base del juicio de Nietzsche sobre el efímero porvenir de la música de Beethoven. Tan emotivo como la propia Revolución francesa, tan original como la crítica kantiana del juicio estético, tan clásico como el Fausto, el arte de Beethoven, inventor de sus propias reglas, no pertenece a su época ni lo agota la generación del romanticismo. Expresivo de sentimientos básicos de toda la humanidad, la civilización técnica no lo ha podido erosionar. Donde haya decepción y esperanza, donde todo esté por comenzar, allí estará la música de Beethoven para expresarlo. Su resplandor nunca será zenital como el de Mozart, ni crepuscular como el de Wagner. Nacida en la aurora de los sentimientos colectivos, su música es europea porque es universal.

Para nosotros, Beethoven no es, como pensaba Nietzsche, «el último eco de una transformación y de una ruptura del estilo», ni el «intermedio entre un alma usada que se pulveriza y un alma más que joven, por venir, que surge». No hay porvenir más joven ni esperanza más universal que en la liberación de las masas, cantada por la coral del Himno a la Alegría. «¿Dejaros abrazad, millones, por este beso del mundo entero!» Beethoven produjo una ruptura en las reglas del oficio musical, pero también una trascendencia del arte al mundo de la libertad política. En su música está el drama de Europa. No poder ser ni definirse más que en lo universal.

La razón. 22 de septiembre de 2003



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